Quizás el nombre de Adam Smith no te resulte tan familiar como el de otros economistas más contemporáneos como Keynes o Marx, pero este hombre es sin duda alguna el padre de la economía que tenemos hoy en día.
Mario Cano-Triguero Cruz - 08/04/2020 - Mota del Cuervo (Cuenca)
Adam Smith nació el 16 de junio de 1723 en Kirkcaldy (un
pequeño pueblo escocés por aquel entonces) y murió el 17 de julio de 1790 en
Edimburgo, tras toda una vida de estudio, dedicada a la filosofía, la ética, la
enseñanza y como no, a la economía. En los primeros años de su vida se dedicó
sobre todo a la filosofía moral, escribiendo en 1759 su primer libro: Teoría de los sentimientos morales. En él
hablaba sobre las dos caras de la moneda que podemos encontrar dentro de cada
ser humano: el egoísmo y la empatía. Pero no fue hasta su segundo libro La riqueza de las naciones, publicado en
1776 cuando consiguió una fama a nivel mundial gracias a sus teorías económicas
allí expuestas. Es sobre este libro y sus teorías de lo que hablaremos hoy
aquí.
En el siglo XVIII encontramos un sistema económico
mercantilista, es decir, una nación era tan rica como la cantidad de metales
preciosos que tenía. La moral estaba regida por la religión y un nuevo
movimiento ilustrado llegaba para cambiar el mundo. Además de todo esto
encontramos una época en la que se empieza a comerciar mundialmente con el
resto de países, se creaban empresas mercantes y se importaban y exportaban
bienes. Bajo este contexto se escribió La
riqueza de las naciones.
A diferencia de lo visto anteriormente, Adam Smith defendía que
todo ser humano tenía un instinto intrínseco que lo llevaba a su bienestar y
supervivencia. Por eso, en lugar de hacer caso a las enseñanzas religiosas de
la época que aseguraban que el ser humano debe moverse por puro amor al prójimo
(cosa que suena muy bien, pero en la práctica es más difícil), Smith argumentaba todo
lo contrario.
El ser humano se mueve por su propia avaricia como si de una
mano invisible lo manejase. El carnicero no te vende carne para ayudarte porque
es una persona iluminada y pura de corazón, lo hace para conseguir dinero y ganarse
la vida. Pero esa premisa que en principio es dura de aceptar puede llegar a un
equilibrio económico que nos beneficiará a todos, si todos actuamos dejándonos llevar
por esa mano invisible. Aquí es cuando alguien que no está familiarizado con la
economía se lleva las manos a la cabeza, pero vamos a ver la lógica detrás de
todo esto.
Supongamos que hay dos vendedores de manzanas, el vendedor 1
te vende un kilo de manzanas por 2 euros y el vendedor 2 por 1 euro. Si todos
actuamos de forma egoísta y nos guiamos por nuestro instinto básico, todos
compraremos las manzanas al vendedor 2 ya que son más baratas. Pero ahora es
cuando el vendedor 1 saca a relucir su propia avaricia y tras ver lo que pasa
al poner precios altos, piensa “si vendo las manzanas a 0,9 el kilo, todo el
mundo vendrá a comprar a mi tienda ya que está más barato”. Y así lo hace, baja
el precio y todos nosotros, consumidores movidos por la mano invisible, vamos a
comprar al vendedor 1. El vendedor 2 tendrá el mismo proceso de iluminación
mental y los precios se irán bajando por ambos hasta llegar a su coste de
producción (vamos a suponer 0,5 euros) que es el punto de equilibrio. En ese
punto si uno de los dos sube el precio pierde clientes y si lo baja tendrá
pérdidas puesto que lo venderá más barato de lo que le cuesta producirlo. Así
es como mediante la teoría de la mano invisible de Adam Smith se puede
conseguir un equilibrio económico.
Con esa teoría de la mano invisible se puede explicar la
gran parte de decisiones económicas que se llevan a cabo. En lugar de explicar
los precios de los productos, supongamos que uno de los vendedores decide dejar
de ofrecer manzanas y decide dedicar su tienda a la venta de huchas
exclusivamente (esto lo hace no por su buena fe, sino porque piensa que así
obtendrá más beneficios que en la venta de manzanas). Pues en ese caso puede
ocurrir que a ninguno de sus vecinos o a muy pocos le interese comprar huchas
por lo que ese vendedor sería “castigado” con muy pocos clientes y por lo tanto
pocos ingresos. Al final ante la catastrófica decisión que ha tomado, el
vendedor tendrá que volver a darle a los consumidores lo que quieren.
A esta forma de economía se le llama liberalismo económico y
es en lo que se basa el sistema que tenemos actualmente. Para que este sistema
funcione, hay que dar libertad individual absoluta a las personas. Esto
significa reducir al mínimo la intervención del estado pues este alteraría los
precios y no se obtendría el equilibrio anteriormente mencionado. Volviendo al ejemplo
anterior, si el estado decidiera poner un impuesto de 20 céntimos a las
manzanas, el precio de equilibrio subiría de 0,5 a 0,7 ya que aumentarían los
gastos de los vendedores. Si el estado diera el monopolio de la venta de
manzanas a un vendedor, este vendedor podría poner el precio que quisiera a las
manzanas ya que es el único que las vende. Y si el estado diera ayudas a la
producción de manzanas, haría que el precio de estas cayera por debajo del
equilibrio. Por eso, el liberalismo limita la intervención del estado a la de
un simple observador y regulador para que la mano invisible actúe libremente.
Sin embargo, aunque la teoría suena muy bien, hay un sinfín de
situaciones en las que el liberalismo económico falla. Cuando solo hay dos
vendedores parece muy sencillo, pero ¿Cuántos de vosotros sabéis todos los
precios de todos los productos de todas las tiendas de vuestro barrio para
elegir en cuál te saldría más rentable comprar cada cosa? No tenemos
información perfecta. Otro ejemplo lo podemos ver con el papel higiénico
durante estos días de pandemia. Si el mercado no estuviera intervenido por el
estado y garantizase unos precios, bienes de primera necesidad habrían
multiplicado su valor de forma desorbitada ante la alta demanda al igual que ha
pasado con algunos productos como las mascarillas. Pues estos son algunos de
los muchos fallos del mercado que podemos encontrar en el liberalismo
económico.
En conclusión, Adam Smith expuso unas ideas revolucionarias en su libro La riqueza de las naciones que sin duda alguna cambiaron el mundo y lo moldearon hasta la actualidad. Se puede asegurar que se trata de uno de los sistemas económicos más lógicos y sensatos que se pueden encontrar. Pero, al igual que todos, no es perfecto. Hay fallos de mercado que por mucho que no se quiera, necesitan de un estado que los regule. Hasta dónde debe intervenir el estado depende mucho de cada país y cada individuo pues no existe una línea clara que marque el límite de las competencias de cada uno.
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